miércoles, 27 de mayo de 2009

La ultima rana del cielo

Un día más, un milenio menos, la dulce melancolía de las paces sobre los tules de aire, aquellos que menguan cuál garúa entrelazada, no es una hora más ni un suspiro menos. No. Sólo es la noche sin sueño.

Encontré cual priorato mi cáliz en un sueño sin igual, fue como si un oso encontrase el ADN de mi vida en sus garras sin afilar, una nueva manía, una noria se apoderaba de mi cada vez que miraba al espejo, lo veía y el agua de su reflejo me regresaba lo dulce de mi tatuaje, ese que me hice hace 20 años en un día cálido.

Era mediodía y siguiendo a la novia de ese entonces, quisimos retratar nuestro amenazante keroseno, sabíamos que no daba para más y así fue al mes siguiente terminamos peleados y solos otra vez, ese día ella bosquejo una sonrisa en mi piel, quería un corazón, una flor y un cráneo y sobre estos su nombre y el mío. Pero fue un sabor amargo, un hastío, una congoja sobrevino en unos momentos antes de empezar la usanza descrita, opte por un tatuaje algo rosa, sin sabor para ella pero para mi fue un catalizador que en mis noches de ausencia me serviría de motivación, una pequeña muñeca de porcelana a la que triste y audazmente llame: Ángela. Era una graciosa niña de casi 10 años, sentada en mi hombro izquierdo jugando con una cajita de música que tocaba sin parar, Para Elisa de Beethoven. Sonreía, Ángela, corrompida por la aspereza de piel magra.

Mi cáliz ese día fue un artículo en una revista de moda, no recuerdo el nombre, porqué no la frecuento como quisiera, me la encontré en la sala de espera de mi dentista; fui porque tenía ya una muela del juicio que no me dejaba en paz. Ahí tras un tópico salaz, se anunciaba la colección de ojos pardos, de vidas frías, de madera, porcelana y de plástico. Todas ellas vestidas de forma suculenta, unas con jersey, otras con vestidos estilo María Antonieta, otras más con vehementes trapos que no empobrecían solamente los cristales. Todas ellas sonrientes, serias. Tal como las amaba.

Muchos decías que mi plangonologia, el fino arte de coleccionar muñecas me hacían ver cuál pedófilo de closet. Sin embargo todos los sábados, me ungía con el mejor de mis trajes, a veces unos carmesí, otras de lino blanco y sudadera pastel, por poco parecía un tipo de esos frágiles, de hijos de mamá, pero nada de eso, solo me gustaba estar presentable para que ellas, mis amadas muñecas se enamoraran de mí.

El domingo de la semana siguiente cogí un paraguas color negro, con una empuñadura en forma de cabeza de águila, un presente del lugar a donde iba cada seis meses, desde casi tres años, para poner en mi cuerpo una tras otra, las apacibles miradas de mis querubines, en total llevaba cerca de 9, seis hechas en ese mismo lugar, uno muy cercano al centro de la ciudad, y los restantes en una playa del sur del país. Ellos al ver como un día caía el agua como exangüe me prestaron la sombrilla del dueño, pero por costumbre no la regrese. Ese día también llevaba una gabardina color caqui, vestido casual y con un portafolio color tabaco cruzado en mi pecho donde cargaba siempre a la madre de Ángela, la carismática Teressa, un ser cuyo rojo en pelo hacia más un poco más furtiva la sonrisa de ella.

Visitamos cada aula como dos amantes en su noche de bodas, ella bailando un vals del cielo, yo recitando el verde de los ojos de cada uno de las muñecas, fuera el día iba durmiendo, una tormenta venía del este del país, viento leve y lluvia ligera, eso decía el canal del clima en la mañana, el paseo duro alrededor de dos horas, con todo y una refrescante comida, un vino tinto, un tempranillo Malbec Argentino, y unos entremeses llenos de paté de pato, salmón, todo lleno de oropel sin necesidad, lo único rescatable era poder comer sintiendo las miradas de cada una de las presas, de las que Vivian en el recuerdo de las marquesinas, de los rojos terciopelos y de las sillas llenas de ostentosidad donde cada día y noche permanecían adornadas, sentadas con las piernas como señoritas, siempre dulces y hermosas.

Esa lluvia me recordaba los días en las playas, cuando sentado cerca del mar junto a una dama que apenas había conocido, se llamaba Carmen, de tez tostada por el sol y cabellos negro, me recordaban como cuando estando junto a ella, el río de las cercanías arreciaba sus embestidas al océano, las nubes en negro verde se avecinaban. Recuerdo que cerca del crepúsculo, cuando el día caía, las nubes se tornaron de un color extraño, algo parecido al ocre y al azafrán, Carmen se divertía viendo, contando las gotas que se atrevían a besar mi cuerpo; el viento cesó, el aire empezó a oler a camarones fresco y, veía como claramente en el cielo se abría un hueco de donde caían peces, renacuajos y algunas sanguijuelas y así todo paro, de súbito, y entre las porcelanas de los dedos de Carmen la última rana del cielo calló.

Plangonologia.- Arte de coleccionar muñecas.